Cuando eres pequeño todo parece mucho mayor, se ven las cosas desde otra perspectiva. Incluso el tiempo parece variar y vivimos los segundos como si fuesen horas.
Una mañana, cuando era pequeña, me fui con mi padre al mercado. Nada más entrar fui directa a mi puesto preferido donde estaban los sacos con semillas. Me encantaba coger un puñado de semillas e ir soltándolas poco a poco. Levanté la mirada y sin darme cuenta mi padre se había ido y yo me había perdido. Empecé a buscarlo entre la gente pero todos eran demasiado altos.
El vendedor de la tienda, que ya me conocía, me cogió en brazos y me puso encima del mostrador para que pudiese buscarlo mejor. Fueron cinco minutos interminables y gracias al vendedor pude volver donde mi padre que me esperaba con los brazos abiertos.
Con los años la gente y los lugares cambian con frecuencia. El Mercado de Santo Domingo ha sufrido varias modificaciones desde su construcción en 1877. En un clima de fiesta cotidiana, los vecinos hacían del acto de comprar verduras, frutas y otros alimentos un espectáculo protagonizado por el regateo, los cotilleos, la amistad y la pelea por la tierras. Ahora todo ha cambiado pero, sin embargo, el mercado pamplonés mantiene cierto ambiente cercano, ese encanto y magia que te arropan nada más cruzar las puertas de cristal.